Por eso el ángel no duerme. Espera.

Un ángel la mira mien­tras ella llo­ra. A cada lágri­ma suya va mojan­do él la plu­ma que guar­da en su mano. Es un ángel peque­ño, de minús­cu­las alas. Se ha sen­ta­do en un rin­cón al tiem­po que ella lan­za, entre sus­pi­ros, el alien­to de la melancolía.

La melan­co­lía es sutil y pode­ro­sa por­que va ganan­do terreno sin dema­sia­do avi­so. Con su ansia y su pre­sen­cia; un ansia ocul­ta y una pre­sen­cia calla­da, infi­ni­ta, va devo­rán­do­lo todo.

El ángel lo sabe y espe­ra, pues tam­bién sabe que, si ella cede y le deja, de la melan­co­lía y su silen­cia­da voz podrá emer­ger algún gri­to y, tal vez, con suer­te, algu­na nota y un sin­fín de letras.

Enton­ces será el momen­to de ir toman­do las que no se esca­pen y, con la plu­ma lle­na de lágri­mas, cobi­jar­las en el papel.

Por eso el ángel no duer­me. Espera.

Bea­triz de Balan­zó Angu­lo: El ángel que no duer­me.

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