Al brillar un relámpago escribimos
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Desde el momento en que los hombres descubrieron el fuego como consecuencia del rayo, el relámpago ha simbolizado el poder generativo de la Naturaleza. Posible agente inductor de la vida sobre la Tierra, el relámpago es un emblema de la luz que disipa los errores, así como el impulso que precisamos para renovarnos y avanzar en nuestro devenir diario. No cabe duda de que la literatura encarna a la perfección esos dos valores ‑por su capacidad desveladora y transformadora de la realidad‑, pero es en el texto breve, ya sea aforismo o minificción, donde su semejanza con el relámpago se percibe de manera más inmediata. Y no porque la lectura o la escritura sean labores de un instante, sino porque la idea original, cuando es fecunda, nos asalta con la celeridad y contundencia del rayo. Es aquello que generaciones más ingenuas que la nuestra denominaron inspiración. Era entonces cuando las musas susurraban a los poetas y Zeus escribía con el trueno sus designios en el cielo.
Amparado por el fulgurante verso de Bécquer, Al brillar un relámpago escribimos despliega ante el lector cinco diferentes nubes de tormenta, preñadas de relámpagos de muy diversa índole, pero coincidentes todos en abatirse sobre dominios cercanos a la experiencia del autor. Queda invitado el lector, pues, a disfrutarlos en su compañía, a evaluar, desde su ventajosa posición de observador, cuáles aciertan y cuáles fallan en su sinuoso camino hacia la meta.
Aunque inocuos en su intención, no estará de más que el lector sepa acogerse, a modo de infalible pararrayos, a la misma mirada irónica y tolerante con la que fueron escritos.