De falsos, falsarios y otras apostillas sobre patrimonio histórico-artístico
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Certificar la falsedad de piezas artísticas precisa de una viajada cultura visual, una enorme pericia técnica, un exacerbado desarrollo del gusto —imposible de situar entre la punta de la lengua y el velo del paladar— y una labia descomunal.
Las valoraciones más eruditas pueden haberse realizado de buena fe, pero siempre nos quedará la duda. ¿Nos estarán dando gato por liebre? La sal y las especias pueden modificar la opinión del comensal sobre la calidad de un guiso, igual que el mercado del arte y las críticas especializadas reconducir las certezas y motivar el convencimiento sobre la antigüedad, la calidad o la autoría de una obra. También influyen los hábitos, las modas, la presentación y la fuente emisora —que no vale igual la opinión de fulano que la de mengano, despreciando a perengano y zutano— según el interés que pongamos en el relumbrón del interlocutor, la conveniencia del medro, la posibilidad de dejarse embaucar o de salir por patas si las cosas vienen mal dadas y conviene volverse amnésico.
Las imposturas artísticas resultan documentos extraordinarios que dicen mucho del porqué, el cuándo, el cómo y el cuánto de nuestras sociedades pasadas y presentes. Su análisis requiere mucha cautela pero su capacidad informativa es providencial. Filólogos y arqueólogos tienen bien claro que una pieza falsaria puede dar mucho juego, no hay por qué demonizarla; a los historiadores del arte nos ha costado más, seguramente porque cultivamos una disciplina no del todo codificada y mucho más sujeta a los vaivenes del mercado y el figureo. Afortunadamente empezamos a vislumbrar las posibilidades de la falsificación como una manifestación más de la historia de las culturas, y, como tal, digna de todos los respetos; más allá de los olfatos, habilidades y autocomplacencias anticuarias.