Paisaje apocalíptico para después de una guerra
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El sitio de Oviedo en la guerra civil (1936) duró tres meses, la Revolución de Octubre de 1934, dos semanas, el bombardeo en alfombra de Dresde (1945), durante la segunda guerra mundial, varias horas y las bombas atómicas sobre Hiroshima y Nagasaki (1945), unos instantes. Como común denominador de estos hechos históricos, las ciudades, que el esfuerzo de un sinfín de generaciones y la labor de incontables arquitectos y artistas necesitaron para levantarlas, quedaron reducidas a un paisaje apocalíptico en un breve espacio de tiempo.
Las contradicciones de los felices años veinte estallaban en los terribles años treinta. La capital del Principado, después de vivir su belle époque, alegre y confiada, contemplaba horrorizada cómo los violentos enfrentamientos de la tercera década del siglo XX destrozaban los vetustos monumentos de su casco histórico; las fachadas del ensanche burgués se reducían a mamparas transparentes que dejaban entrever sus interiores arruinados; algunos de sus arrabales desaparecían para siempre; y un mar interminable de ruinas y escombros agitaba su entorno rural.
Resulta paradójico que el complejo metalúrgico militar, integrado por las fábricas estatales de armas portátiles de La Vega y la de cañones de Trubia, las fundiciones metalúrgicas que rodeaban la ciudad y las tres factorías de explosivos de la Manjoya, Santa Bárbara y Cayés, un factor determinante en la prosperidad asturiana y riqueza ovetense, se volviese como una fuerza devoradora contra sus propios impulsores. Una parte del arsenal utilizado por los distintos combatientes, donde la dinamita jugó un papel esencial como artillería de la revolución, salió de esta industria.